Presentación.
Se presenta una serie de escritos de mi suegro, el arquitecto Carlos Alfredo Trobo Cabrera, pedrense que vivió y desarrolló su familia, su profesión y el asesoramiento de empresas.
Estos escritos fueron publicados originalmente en diversos medios.
En el año 2001 fueron recopilados en ocasión de celebrarse sus 50 años de arquitecto, en el Blog del arquitecto Carlos A. Trobo.
Gabriel De Benedetti, 2020.
Las Piedras, 2001.
Este año 2001, cumplo 50 años de arquitecto.
Por eso, les escribí algunos recuerdos a mis hijos, nietos y… bisnietos.
Ellos me propusieron este medio para difundirlos entre algunos amigos de una manera ágil.
Esta es una síntesis.
Las Piedras, 1939.
Las Piedras, en en el año 1939 tenía 11.000 habitantes.
Yo, con 16 años, cursaba Preparatorios de Arquitectura, en Montevideo. Necesitaba conocer mi vocación.
No tenía antecedentes familiares con esta profesión. Mi elección fue, como la de muchos, algo casi de azar. Sólo ahora, pienso que influyó la afinidad con las asignaturas y la personalidad de algunos arquitectos que fueron mis profesores y porque no me iba mal en matemática y dibujo.
Y comenzó la Guerra Europea. Alemania había arrollado a gran parte de Europa, y veíamos desarmarse una sociedad. Eso nos agregaba incertidumbres. No nos quedaban muchas ganas de estudiar.
Pero en contacto con Modelado y Dibujo, comencé a descubrir lentamente, mis aptitudes creativas, y amor a la belleza de la Arquitectura. Influían los profesores que tenían la «camiseta de la profesión» puesta y me animaban con gran entusiasmo, a seguir caminando.
Preparatorios, era un verdadero «filtro negro». Materias como Ampliación de Matemáticas y las «Tres Marías»: Álgebra, Mecánica y Geometría Descriptiva, eran potentes barreras.
Muchos abandonaron desanimados. De más de 150 estudiantes que éramos al comienzo, pasamos a Facultad, no más de 25 o 30.
La Facultad era otra cosa.
Un vetusto, humilde y acogedor edificio que compartíamos con Ingeniería, en el puerto, con vista al mar, los salones con las paredes pintadas por los estudiantes con graffitis con dibujos, y colores que daban calurosa bienvenida al novato.
Las entregas de proyectos, donde volaba la imaginación creativa, los colores, los dialogos sobre temas que cada vez me atraían más y el compañerismo de las ayudas que nos solicitaban como «negros» (ayudas pedidas a nosotros, por los estudiantes más adelantados en las labores de la presentación de la entrega de proyectos) y ellos que a su vez nos retribuían aconsejándonos sobre nuestros proyectos.
Facultad de Arquitectura.
Una vez ingresado a Facultad, la primera impresión fue la de descubrir que se abría una enorme puerta a la dimensión del Arte, cambio que yo no me esperaba tan repentinamente.
Y me explico: el ambiente impersonal y sombrío de los patios y salones del Preparatorios del Vázquez Acevedo, como cuartos de una mala fonda, donde una multitud de desconocidos estudiantes de las más diversas carreras salían y entraban a clases tristes y frías sin alma.
Solamente las huelgas de protesta contra el nazismo y fascismo, con las manifestaciones ante las embajadas de Italia y Alemania, ponían calor a nuestra convivencia estudiantil y nos motivaban a unirnos con los profesores, que vivían como nosotros, la angustia de la germana «Blitzkrieg» que había arrollado a Francia, Polonia, etc. Nos sentíamos unidos al ver el peligro que corría nuestro occidente democrático.
La Facultad en cambio fue cálida de entrada, a pesar de la guerra. Hasta Montevideo, el vendedor de sándwiches de pan viejo, los profesores y los alumnos, los porteros, todos formábamos una apretada y cálida familia.
Era diferente. La Facultad estaba en el puerto, el edificio viejo ocupado en 2ª y 3ª plantas por Arquitectura, y las dos de abajo, por Ingeniería.
Yo iba desde Las Piedras en ferrocarril, que demoraba 28 minutos exactos y en la calle La Paz, tomaba el 130 que me dejaba en la puerta. En total, en 50 minutos exactos, iba desde mi casa a Facultad.
Si tenía que volver a comer a casa, demoraba menos que uno que viviera en Malvín.
La guerra de 1939 había comenzado cuando yo estaba en preparatorios. Desde Facultad, veíamos partir los barcos cargados de mercaderías para Inglaterra, que viajaban en convoyes. En uno de esos barcos, se fue Amelia, mi cuñada, para Gran Bretaña, becada. ¡Qué valiente la petisa!
Yo, por entonces trabajaba de dibujante en Compañía Bao, en La Teja. Me bajaba del tren en Yatay y tomaba el 125. Eran los primeros pasos como dibujante.
Recuerdo que el primer día de trabajo no sabía lo que era un replanteo y me encargaron realizar uno y no me animaba a preguntar qué era. Por deducción, e intuición, me fui acercando a comprender qué tenía que hacer. Al final, estuve como dos años allí, fueron muy considerados con mis horarios de Facultad. Allí estaba de jefe Laventure, que había interrumpido sus estudios de Facultad. Conocí toda la fábrica, y allí aprendí la marcha de una industria.
Mi madre y Margarita, mi hermana, con su trabajo en el comercio de librería San Miguel, (ubicada en lo que hoy es el comedor público, frente al Colegio San Isidro) facilitaron con su esfuerzo, el camino emprendido por mí.
Más tarde, trabajé con Amenedo y Sayagués Laso, que eran calculistas de estructuras. Amenedo se separó y seguí de dibujante hasta el final de mis estudios, trabajando con Sayagués Laso, que era también profesor de Cálculo de Hormigón Armado en Facultad de Arquitectura. Ellos tenían una numerosa clientela, y calculaban estructuras de cualquier tipo.
Recuerdo que un día, antes de trabajar allí, vi la inmensa cantidad de números primorosamente dibujados en los planos que hacía Sayagués y manifesté que «yo jamás haría esa clase de trabajo».
Quiso la vida, que una especie de «maldición» cayera sobre mí, ya que a los 15 días, caí como dibujante en ese estudio y permanecí 8 años, cobrando una elevada cantidad por hora, que me permitió hasta comprar los muebles para casarme.
Allí aprendí un caudal de conocimientos y prácticas, que yo no sospechaba y agradezco al Cielo lo aprendido allí para luego poder defenderme en el ejercicio de mi profesión. Es decir, que fue muy positiva la experiencia y la amistad fuerte que nació entre patrones, clientes, arquitectos y dibujantes del estudio. Creo que llegé a conocer a la tercera parte de los arquitectos del país.
En ese momento, éramos 650.
Desde los comienzos de Facultad, me ennovié con Ofelia, y ella tuvo la paciencia de esperar que yo terminara la carrera. Pero, indudablemente, fue mi «musa inspiradora» y no sólo eso, sino que luego se convirtió en la madre de mis cinco hijos, diez nietos, y de dos bisnietos, con uno «en viaje» actualmente.
Más adelante agregaré cosas de Ofelia que no describo ahora porque no me alcanzaría todo mi archivo en la computadora.
Rubén Tarallo, fue el gran compañero que tuve, preparando conmigo la mayoría de exámenes de Facultad. Nunca perdimos un examen estudiado juntos.
Fiel compañero. Si lo sería que venía día por medio hasta Las Piedras a estudiar en mi casa, y yo iba los otros días a estudiar en la suya en Pocitos. Doy gracias a Dios por haber podido encontrarlo.
Ya sobre el final, se nos juntó Haroldo Albanell, que había interrumpido sus estudios hacía más de diez años. Con nosotros retomó el «tren de estudio» y pudo así tener la felicidad de alcanzar el título de arquitecto. En el futuro, podré hablar más acerca de él.
Búsquedas en arquitectura.
El interior de una casa plantea no sólo las funciones de movimientos del cuerpo humano, sino que plantea algunas limitaciones que yo intenté atenuar.
Los colores tienen mucho que hacer en los interiores.
Recuerdo que en una obra cuyo propietario estaba paseando por el extranjero, en la que sin consultarle, decidí de improviso dar un toque diferente al estar de su casa pintando de negro el cielorraso del comedor diario.
Así se lo comuniqué a don Juan Suárez, el pintor, que poseía un refinado espíritu para el color. Don Juan se vio comprometido a cumplir mi orden, pero lo hizo con gran temor ante el posible disgusto del propietario al volver feliz de su viaje, y que no le gustara ese cielorraso negro en su casa soñada.
Don Juan pintó de negro, pero le dio un toque estupendo al tono, sin quitarle intensidad al impacto visual y… cayó enfermo de los nervios y el corazón, debiendo ir al médico mientras esperábamos el juicio del propietario.
El día que aquel volvió, apenas entró al estar, dijo; «me gusta mucho», y don Juan se curó instantáneamente.
Realmente ese cielorraso actuó como un marco notable a la vista del jardín.
Y recibimos muchos elogios.
Los cielorrasos, cuando empecé a trabajar, eran todos pintados de blanco o crema, sin gracia alguna. No se les daba ninguna importancia.
Me preocupaba hacerles «hablar», es decir, mostrarlos con algún color o material que brindara una textura diferente, como dejar a veces las marcas del encofrado a la vista, o algún dibujo.
Para esto me inspiraba en el cuidado con que se trataban los cielorrasos del Renacimiento, en la arquitectura inglesa y romana, en el medioevo, y sentía que los propietarios resulataron siempre agradablemente motivados por esos «acentos» visuales que volvían más felices y entretenidas sus habitaciones.
También buscaba pintar las paredes de una misma habitación en diferentes colores, o revestir una con madera, ladrillo a la vista, u otro material, para que cada cara tuviera su propia personalidad.
Siempre busqué que los espacios de las viviendas no limitaran, dando sensación de encierro al espíritu de los habitantes de las casas.
Por eso, abrí las ventanas y cortinas de enrollar hasta el techo, para evitar la sensación de encierro, permitiendo recibir los rayos del sol en invierno, y ver más cielo durante todo el año, de forma que se sintieran más partícipes de la infinita variedad de movimiento de nubes en nuestro cielo.
También busqué orientar las habitaciones hacia buenos asoleamientos, y al ubicar las aberturas, intenté lograr visuales hacia horizontes lo más alejados posible, con lo cual se realzara una sensación de libertad que contribuyera a distender las mentes de quienes llegaran al hogar estresados por la vida cada día más complicada.
Busqué siempre que los moradores se sintieran como alojados en una casa de veraneo, olvidando las tensiones de las tareas diarias.
De ahí el valor que le otorgué a los espacios de enjardinados exteriores, al que en realidad separé en tres secciones diferentes; una «social», con acceso desde el living de la casa, luego la íntima, hacia la que se abrían los dormitorios, y por último la de servicios, todas separadas por pequeñas barreras o inflexiones de la planta de las edificaciones, vinculando el interior con el exterior.
Fue así que comencé a diseñar las plantas de las viviendas en formas no rectangulares, acentuando lo anteriormente anotado de libertad, manejo de texturas y materiales, vinculación con los espacios exteriores y la orientación buscando recibir la luz solar, hasta el punto que en algunos casos, quienes entraban en las casas por primera vez, perdían su orientación.
Y resultaban graciosas a la vez que estimulantes, las discusiones que así se promovían de hacia dónde quedaba la plaza o determinada calle.
Carlos A. Trobo, arquitecto.