Categorías
Arquitectura Historias

Algunas anécdotas, arq. Carlos A. Trobo

Anécdotas del arq. Carlos A. Trobo.

Algunas anécdotas de arquitectura y Las Piedras.


Sabotaje temprano.

Hugo Sotelo, me consultó por una fisura en una pared de su casa.

La empresa constructora, que era una empresa muy prolija en sus obras, no acertaba con el diagnóstico, y había fallado en repetidos intentos de reparación.

Yo recién empezaba como arquitecto, y diagnostiqué un asentamiento de un pilote en un lugar determinado.

Apenas retirada la tierra de la zona indicada, se constató la falla constructiva, que era muy rara, porque encontramos 3 cm de barro entre la cabeza del pilote y las vigas que se debían apoyar en este.

Se reparó reforzando con hormigón, y la cosa pasó.

El dueño me tomó mucha confianza.

Lo gracioso es que pasados casi 20 años, un constructor me dijo que un albañil, al que llamaremos X, durante una huelga, realizó un sabotaje en la obra de Sotelo. Me contó que en tal zona, había echado barro entre el pilote y las vigas sin que nadie se diera cuenta, y después se pavoneaba por lo hecho.

Pero lo más gracioso es que al pasar el tiempo, el albañil X me vino a pedir trabajo y yo le dije: «Justo, tengo un trabajo para tí; Conocés a Hugo Sotelo?» Y él me dijo «sí». Bueno, le dije yo, «Sotelo necesita urgentemente un albañil, así que tenés suerte. Andá enseguida.»

Nunca más volvió.

Casa del Dr. Arturo Rodríguez

Se trataba de una casa muy grande y antigua, con muchas ampliaciones realizadas en diversas épocas por su padre, ingeniero del ferrocarril.

Tampoco esta vez, ni el arquitecto ni la empresa constructora, acertaron a arreglar innumerables rajaduras por toda la casa.

Cansado, Arturo me llamó. Conociendo entonces la diversidad de obras realizadas, reformas, ampliaciones etc., resultó ser un caso muy complejo.

La casa, si bien era una buena mansión, estaba llena de rajaduras, a tal punto que la señora, me dijo: » De tanto verlas, he llegado a quererlas. Estamos obsesionados.»

Recimentar era una de las soluciones, pero había que romper pisos, revoques, etc. y salía casi más económico hacer toda la casa de nuevo.

Preferí arriesgar otra solución que (según estudié en libros italianos sobre conservación de edificios históricos) partía de reparar individualmente cada rajadura, dándole la cohesión que había perdido al romperse la pared. Le sugerí al propietario arriesgar un mínimo de dinero, arreglando a conciencia, rajadura por rajadura, sin llegar a recimentar.

Contraté un albañil muy prolijo e inteligente que, paso a paso, cumplía lo que yo le indicaba.
Así apostamos… y ganamos. ¡Nunca más se volvió a rajar!

Ahora, ya pasados varios años, se me ocurre una interpretación, un pensamiento lateral, que me lleva a una analogía relacionada con la vida en la sociedad y es esta:

«Cuando las instituciones están deterioradas, muchos proponen demoler y hacer nuevo, o por lo menos realizar costosas modificaciones con grandes riesgos.

Este ejemplo que nos da consolidar una obra deteriorada, nos animaría a descubrir que lo que una religión propone, es arreglar las fisuras internas del corazón del hombre, sin necesidad de destruír lo mucho bueno que puede tener una sociedad.

Y me trae a la memoria aquel padre que le muestra a su hijo un periódico con un mapamundi, y rompiéndolo en pequeños pedazos le pide que lo vuelva a armar.

Al minuto, el chico se lo entrega ya armado, y le dice: «detrás del mundo, estaba impresa una imagen de hombre. Yo armé el hombre y quedó armado el mundo».

Carlos A. Trobo, arquitecto.

Es lindo, cuando tenemos que enfrentar un problema nuevo y debemos «quemarnos las cejas» pesando los riesgos, eligiendo caminos, buscando quien haga el trabajo, y cuidando, vigilando y motivando a todo un equipo para tener éxito.

Es claro, que en todo, debe haber buena fe, tanto en el personal, como de parte del propietario.


Riesgos que no se ven.

Yo, de chico, no era demasiado arriesgado.

Me trepaba a los árboles, como todos, pero no hacía muchas bravatas. Pero al ejercer la arquitectura, debí subir a ciertas alturas a las que poca gente adulta se anima: escaleras rotas, techos inclinados y resbaladizos, encofrados a medio hacer o endebles, cabezazos contra puntales con clavos, asomarse a bordes peligrosos, etc.

Recuerdo una mañana de invierno, en la casa de Raquel Píriz, que llegué antes que el constructor y me subí a un techo de «dolmenit» (fibrocemento) recubierto de escarcha y apenas subí, empecé a deslizarme hacia abajo… y caería de espaldas por lo menos 4 metros sobre otra escalera con escalones de material.

Al sentir que me deslizaba, atiné a apoyar los codos y con eso, frené el deslizamiento.

Pero quedé inmóvil por unos minutos y al final, pensando que era inútil pedir auxilio, decidí aventurar ir hacia arriba, gateando cautamente sobre el hielo. Y pude llegar arriba, lentamente.

Una vez allí, esperé al constructor, que vino una hora después. Y me ayudó a bajar cuando desapareció el hielo del «dolmenit».

Son riesgos que impone la obra, y a veces hay que aceptar los desafíos que nos hacen los constructores, ya sea para ver hasta dónde somos «valientes», o porque confían que uno no se anime a subir, para así ocultar alguna cosa mal hecha que no quieren que sea descubierta por el arquitecto.

Muchas otras veces me he encontrado entre la espada y la pared, y he tenido que «echar para adelante». A veces, se trata de una discusión, en la que podríamos llevar la peor parte, ya que debemos exigir fuertemente el cumplimiento de algo, y sabemos que la otra parte anda armada, o es de carácter violento.

La burocracia.

El fantasma de la burocracia aparece desde el comienzo de mi profesión.

En esos momentos, se estaba haciendo las obras de saneamiento y pavimento de hormigón de Las Piedras.

Al ver yo que se rellenaban las zanjas con tierra sin apisonar, lo que no era correcto, me dirigí lleno de buenas intenciones a la sección técnica de la Junta Local y expliqué al encargado que en Facultad nos habían enseñado lo que había sucedido en Montevideo en iguales circunstancias, es decir que al asentarse el relleno, la calle se iba a fisurar fatalmente.

El encargado de sección, que no era técnico, me opuso una PARED diciendo agriamente que muy bien sabían ellos lo que hacían y que no necesitaban mi opinión.

Tres años después, todas las calles pavimentadas presentaban dos fisuras paralelas a ambos costados de la zanja de saneamiento, cosa que hoy se puede ver claramente.

Cuando más tarde se crearon cargos de arquitecto para la Junta de Las Piedras, la cosa mejoró bastante.

Pero queda por dignificar efectivamente la profesión por parte de la Intendencia de Canelones, porque la opinión sobre temas que son inherentes al arquitecto, como la necesidad de ordenanzas modernas, la imprescindible formulación de planes reguladores, etc., es ignorada sistemáticamente por una férrea barrera.

Tanta y tantas veces me sentí frustrado, que hasta mandé buscar a Nueva Delhi en la India, el libro que escribió una ingeniera decepcionada por la burocracia allá.

El título era: «Three Jeers for the Burocracy!» (¡Tres hurras por la burocracia!) Y… ¡Resultó todo igual a lo que aquí sucede!… es decir; la frustración de las buenas ideas, sacrificadas en el altar de las jerarquías.

Mal de muchos, consuelo de …

En realidad, siento que debo manifestar que siempre he sentido desde lo más profundo de mi conciencia de profesional Universitario, lo lesivo que es para el buen nombre de nuestra Profesión, con una tradición de antigua data, retrae a los arquitectos, a la categoría de eternos alumnos que deben concurrir a corregir sus planos ante una autoridad «suprema» como en le época de Napoleón, tal como si todavía no hubiéramos egresado de la Facultad.

No conozco ningún cirujano que deba presentar planos y memorias antes de operar un cerebro de un paciente, y ahí se juega con la vida.

La Universidad capacitó al cirujano, y él no deja de ser responsable por el hecho de no presentarse ante una oficina para «corregirse» ¿Porqué no nos modernizamos de una vez y aceptamos que la Universidad nos da suficiente conocimiento como para para no ser «corregidos»?

Pienso que deberíamos romper o por lo menos aliviar ese poco digno procedimiento que desconoce al Profesional Universitario y lo iguala con cualquier «media cuchara».

Hay diferentes caminos posibles en uso, que mantienen enteramente la responsabilidad del arquitecto por sus obras como lo es por ejemplo, la Colegiación Profesional. Todo esfuerzo contribuirá a dignificar nuestra Profesión que actualmente está sojuzgada y desprovista de prestigio por las Autoridades que no nos escuchan ni valoran, como a otras profesiones.

Además, debería cuidarse el hecho que, al ir desapareciendo la exigencia de la firma de los planos por el Constructor junto a la del arquitecto y resultando éste el único que firma los planos, queda automáticamente con la total responsabilidad sobre toda falla que aparezca en la obra, lo que es injusto.

Es para pensar.

La responsabilidad decenal.

A propósito, una noche cenando en el restaurante Morini con mi esposa Ofelia, trabamos conversación con un poderoso constructor en San Francisco, California.

Este este me criticó algunas cosas de nuestras ciudades. Tenía razón en unas y en otras, no.

Yo le pregunté por la Responsabilidad Decenal que aquí hace responsable al arquitecto por diez años de la obra, y me miró asombrado mientras me decía: «Pero allá no existe eso, porque si yo hago una obra mal, yo pierdo los clientes, y eso basta para castigarme. Y si alguien sale dañado por una obra mía, está la Justicia para condenarme. ¿Para qué tener esa tal responsabilidad decenal?«

Los árboles de avenida Artigas.

En una oportunidad, durante el régimen militar, se nombró un secretario con plenos poderes en el gobierno municipal.

A este nos dirigimos los vecinos integrantes de varias instituciones, ante la tala de árboles que se estaba llevando a cabo en Avenida Artigas, sin respetar el deseo de la mayoría de la población que amaba esos árboles con una edad de 80 años y que nos había visto caminar bajo sus sombras durante nuestra niñez.

Este funcionario nos recibió con desagrado, y sus argumentos eran sin fuerza.

Pero el colmo fue cuando le propusimos la correspondiente consulta a la Facultad de Agronomía, y nos contestó; «La Facultad de Agronomía está fuera de los límites del Departamento de Canelones».

Con eso, dio por terminado el diálogo.

Pero la constancia del vecino Sol Navarro, y con posterioridad del Dr. Miguel Ángel Cabrera, mantuvieron izada la bandera de defensa de los árboles y estos se salvaron.

Que estas líneas sean un sentido homenaje a ambos, que hoy ya no están entre nosotros.


Artimañas y pretextos.

De vez en cuando, me he encontrado con salidas más o menos graciosas de algunos que buscan proteger sus intereses.

Perros y escaleras.

Cito el caso muy común en las inspecciones que debía yo realizar para el Banco Hipotecario, de no poner a mi disposición escaleras para subir a los techos, o pretender dejar los perros de la familia sueltos, y agresivos, mordiéndome los «garrones», diciéndome que eran «mansos».

Apenas les decía que yo me iría sin autorizar la cuota si no me daban seguridad personal y que tendrían que pagar a otro tasador, enseguida traían una escalera escondida en el vecino y ataban los perros sin dilación

Regla y nivel.

Un día en una obra, indiqué al albañil que trajera una regla y nivel para controlar la pendiente de un caño, me dijo: «Si va a usar el nivel, arranco el caño, porque lo coloqué a ojo.«

Las arañitas.

Otro caso que no es frecuente, sucede cuando haciendo una obra en una medianera, el vecino se queja que justo ayer se le rajó la pared y pasó humedad a causa de los golpes que dieron los obreros.

Cuando le pedí me mostrara dónde se rajó la pared, me llevó hasta el fondo y me mostró una pared a 15 metros de distancia del lugar en que se trabajaba y que tenía pequeñas telas de araña dentro de la rajadura, lo que mostraba que su reclamo era «fuera de lugar» literalmente.

Las goteras.

Un día fui consultado por un propietario acerca de una seria falla en la impermeabilización de un techo y nos reunimos con el contratista que haría el trabajo.

Este se paró con los brazos en «jarra» y dijo muy serio: «Pero esto sucede solamente si llueve ¿Verdad?«.

La estafa.

Que triste es cuando aparece una estafa. Por alguna circunstancia sucede que una familia entrega su dinero o su terreno a una empresa para construyan un departamento y esta empresa desaparece al pasar las semanas, porque un gerente se llevó la plata.

Ha sucedido el caso en que se cede derechos de propiedad de un predio a una empresa que al terminar la excavación del subsuelo, da quiebra y el propietario quedó de co-propietario de un pozo con unos cuantos socios.

Pero esto no sucedió aquí, sino allá.


El ferrocarril «de los ingleses».

Desde que me conozco, he viajado en tren.

De chiquito, acompañando a mamá a comprar en los comercios en Montevideo, a pasear, y a la playa Ramírez en verano.

Tomábamos el tren al rayo del sol a las 14 horas, hasta la Estación Central.

De ahí, caminábamos una cuadra hasta la calle Galicia, y subíamos al tranvía eléctrico que nos dejaba en la misma playa.

En total, demorábamos una hora exacta.

Más tarde, teniendo doce años en 1934, durante los tres primeros años de liceo, fui al «Dámaso Larrañaga», que estaba en calle Paysandú casi Río Negro, a tres cuadras de la estación. Demorábamos 45 minutos.

Sacábamos un abono mensual que nos costaba $ 3,34 y permitía hacer todos los viajes que quisiéramos.

De mañana iba al liceo «3» y de tarde, como mi madre tenía una pequeña librería (Librería San Miguel, ubicada en un garage frente al Colegio San Isidro) yo le iba a buscar los libros de texto de vuelta a Montevideo, a las librerías Barreiro y Ramos, Monteverde y Mosca.

Hacía las cuadras necesarias de ida y vuelta, a pie cargado con los paquetes, ahorrando para poder comerme un fainá con los centésimos que mi madre me daba para el tranvía.

El ferrocarril era totalmente puntual, con locomotoras a vapor. Tan puntual, que poníamos en hora nuestros relojes al sentir el silbato de salida del tren. Demoraba 28 minutos exactos y corrían treinta trenes diarios de ida y otros tantos de vuelta.

Se podía ir a trabajar de mañana, volver a Las Piedras, comer en 45 minutos y regresar a Montevideo en tren, rápido, descansados, conversando cómodos, con asientos amplios, y aire puro.

Había un expreso a San José que demoraba 16 minutos a Las Piedras.
La estación Central, era un nudo vital para el país.

El ahorcado.

Recuerdo el guarda que se apellidaba Bayarres, siempre de jarana.

Un día se puso una cuerda al cuello y se mostró como ahorcado al pasar por una estación en la que el tren no paraba.

Enseguida, el jefe de estación, avisó a la próxima estación, que pararan el tren porque había un ahorcado.

Bayarres, ya se había sacado la cuerda al cuello y se fue al otro extremo del tren.

Nunca pudieron explicarse qué pasaba.

Sacachispas.

Una noche, yo iba a trabajar en una «entrega de proyectos» en Facultad de Arquitectura, que en esa epoca estaba ubicada cerca del puerto.

Llevaba la regla «T» de un metro de largo, rollos de papel, termo, mate, sobretodo, etc.

Voy a subir al ómnibus, que iba vacío y no me paró (se subía casi siempre caminando por la plataforma trasera), erré con el pie y caí de cuclillas.

Permanecí agarrado al pasamanos con una mano, mientras con la otra agarraba las cosas que llevaba.

El ómnibus siguió corriendo y yo no me animaba a soltarme a esa velocidad por la posible rodada. Así por una cuadra.

Salían chispas de los clavos de los zapatos que quedaron mellados.

Al final, el ómnibus paró y el guarda me dijo «Así no se sube».

Y yo le contesté: «¿Cree que me gusta subir así? ¿Porqué no me paró?».

El vestido de novia.

Ofelia venía de comprar la tela para el traje de novia.

En el hall de la estación de ferrocarril se encuentra con el canillita, que era conocido, quien le ofrece una revista y ella pone el paquete de la tela sobra la mesa de las revistas y luego sube al tren.

El tren parte y recién entonces, Ofelia se da cuenta que olvidó el paquete.

Baja en la estación Bella Vista, toma un tren que vuelve y se encuentra con el diarero, afligido y que le había guardado el paquete.

Eso era cosa normal, porque de una manera u otra, formábamos todos una familia, aunque con muchos no hablábamos, pero nos ayudábamos y cuidábamos los paquetes, respetábamos los asientos y cosas olvidadas.

Algunas veces, me pasó en Buenos Aires de encontrarme con algún conocido «de vista del ferrocarril», y allí sí nos saludábamos como viejos conocidos, porque en realidad la vida en el tren nos hermanaba.

Carlos A. Trobo, arquitecto.


2 respuestas a «Algunas anécdotas, arq. Carlos A. Trobo»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *